El reino de Dios

El reino de Dios


El reino de Dios está cerca: arrepentíos, y creed al evangelio (Marcos 1:15).


Estas palabras naturalmente nos inducen a considerar: primero, la naturaleza de la verdadera religión que el Señor llama: “el reino de Dios,” que según lo que dijo, “está cerca;” y en segundo lugar, el camino que El mismo señala con estas palabras: “Arrepentíos, y creed al evangelio.”


I. 1. Debemos considerar en primer lugar, la naturaleza de la verdadera religión que el Señor llama: “el reino de Dios.” El apóstol usa de la misma expresión en la Epístola a los Romanos, donde explica las palabras del Señor, diciendo: “Que el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo” (Romanos 14:17).


2. El reino de Dios o sea la verdadera religión “no es comida ni bebida.” Cosa bien sabida es que no sólo los judíos inconversos sino también un gran número de los que habían aceptado la fe en Cristo, eran, sin embargo, “celadores de la ley” (Hechos 21:20), de la ley ceremonial de Moisés. Por consiguiente, no sólo observaban todo lo que encontraron escrito respecto a los holocaustos de comida y bebida, o las diferencias entre las cosas limpias y las inmundas, sino que exigían dicha observancia por parte de los gentiles que “se habían convertido a Dios” y esto a tal grado, que algunos de ellos enseñaban a los que se convertían que “si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hechos 15:1, 24).


3. En oposición a esto declara el apóstol, aquí y en otros lugares, que la verdadera religión no consiste “en comida ni bebida,” en observancias del ritual, ni en ninguna cosa exterior; la sustancia de la verdadera religión consiste: “en justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo.”


4. Ni en ninguna cosa exterior como formas o ceremonias, aun las más excelentes. Aun suponiendo que sean sumamente dignas y significativas, que sean expresiones de las cosas de que son emblemáticas, no sólo para el vulgo, cuya inteligencia no alcanza más allá de lo que ven; sino para hombres de inteligencia y capacidad, como, sin duda, hay muchos. Más aún: suponiendo que dichas ceremonias hayan sido instituidas por Dios, como en el caso de los judíos, durante el período cuando esas leyes eran vigentes, la verdadera religión, hablando rigurosamente, no consiste en observarlas. Cuánto más cierto debe ser esto con respecto a los ritos y las formas de origen meramente humano. La religión de Jesucristo es mucho más elevada y profunda que todas las ceremonias. Estas son buenas en su lugar mientras permanecen subordinadas a la verdadera religión; el oponerse a ellas mientras se usen sólo para ayudar a la debilidad humana sería una superstición. Que nadie se propase en el uso de las ceremonias, sueñe con su valor intrínseco ni crea que son esenciales a la verdadera religión; esto sería hacerlas abominables en la presencia del Señor.


5. Tan lejos está la naturaleza de la religión de consistir en las formas de culto, ritos o ceremonias, que en realidad de verdad, no consiste absolutamente en ninguna acción exterior. Es muy cierto que ningún hombre culpable, vicioso o inmoral, o que hace a otros lo que no quisiera para sí, puede ser religioso; igualmente es cierto que el que sabe hacer el bien y no lo hace, no puede ser religioso. Sin embargo, hay hombres que se abstienen de hacer el mal y quienes practican lo bueno y a pesar de esto, no tienen religión. Dos personas pueden hacer las mismas obras exteriores de caridad: alimentar al hambriento o vestir al desnudo, y una de ellas ser verdaderamente religiosa y la otra no tener religión absolutamente; porque la una puede obrar impulsada por el amor de Dios y la otra por el deseo de ser alabada. Tan manifiesto y patente es que, si bien la verdadera religión naturalmente sugiere toda buena palabra y guía a toda buena obra, sin embargo, su verdadera naturaleza está en un lugar más profundo: en el hombre del corazón que está encubierto.


6. Digo del corazón. Porque la religión no consiste en la ortodoxia ni en sanas doctrinas que, si bien no son cosas exteriores, sin embargo, pertenecen a la inteligencia y no al corazón. Un hombre puede ser enteramente ortodoxo, no sólo aceptar opiniones rectas, sino defenderlas con celo en contra de sus enemigos; puede poseer las verdaderas doctrinas respecto a la encarnación de nuestro Señor, la santísima Trinidad y todos los demás dogmas contenidos en los Oráculos de Dios; puede dar su asentimiento a los tres credos: el llamado de los Apóstoles, el Niceno, y el de Atanasio; y, sin embargo, no tener más religión que un judío, un turco o un pagano. Puede ser casi tan ortodoxo como el diablo (sí bien no del todo, porque cada hombre yerra en un punto u otro, mientras que no podemos creer fácilmente que el diablo tenga ninguna opinión errónea), y, sin embargo, ser enteramente extraño a la religión del corazón.


7. En esto solamente consiste la religión; esto únicamente vale mucho ante la presencia de Dios. El apóstol resume toda la religión en estas tres manifestaciones de la condición del alma: “justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo.” En primer lugar, justicia. No podemos dejar de comprender el sentido de esta palabra, especialmente si recordamos las palabras con que nuestro Señor describe sus dos manifestaciones, de las cuales dependen toda “la ley y los profetas:” “Amarás pues al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente, y de todas tus fuerzas; este es el principal mandamiento” (Marcos 12:30), la primera y gran manifestación de la justicia cristiana. Te regocijarás en el Señor tu Dios; buscarás y encontrarás en El toda tu felicidad; El será “tu escudo y tu galardón sobremanera grande” en la vida y en la eternidad; todos tus huesos dirán: “¿A quién tengo yo en los cielos? y fuera de Ti nada deseo en la tierra.” Escucharás y cumplirás la palabra de Aquel que dijo: “Hijo mío, dame tu corazón;” y, habiéndole entregado tu corazón, lo más íntimo de tu alma, para que reine allí sin ningún rival, podrás con razón decir en toda la efusión de tu espíritu: “Amarte he, oh Jehová, fortaleza mía. Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fuerte mío; en él confiaré; escudo mío y el cuerno de mi salud, mi refugio.”


8. Y el segundo mandamiento es semejante a éste; la segunda manifestación de la santidad cristiana está íntimamente relacionada con él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Amarás: tendrás la mejor buena voluntad, el afecto más sincero y cordial, los deseos más fervientes de evitarle toda clase de mal y de procurarle todos los bienes posibles. Tu prójimo, es decir: no sólo a tus amigos, tus parientes, o tus conocidos: no sólo a los virtuosos, a los que te aman, a los que te aprecian y cultivan tu amistad; sino a todos los hombres, a todas las criaturas humanas, a toda alma que Dios ha criado; sin exceptuar a aquellos a quienes jamás has visto ni conoces de vista o de nombre; al malo y desagradecido; al que injustamente te calumnia o persigue; a todos estos amarás como a ti mismo; con deseo constante de que sea feliz en todo y por todo; con esmero incansable en cuidarlo y protegerlo en contra de todo mal y sufrimiento de cuerpo y alma.


9. ¿No es este amor “el cumplimiento de la ley,” la sustancia de la santidad cristiana, de toda justicia espiritual? Necesariamente significa: las “entrañas de misericordia, humildad, benignidad, mansedumbre, tolerancia;” porque el amor “no se irrita,” sino que “todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta;” y es la manifestación de toda santidad externa, porque el amor no hace mal al prójimo, ni de obra ni de palabra. No puede injuriar ni lastimar intencionalmente a nadie; al contrario se muestra ansioso de hacer buenas obras. Todo aquel que ama al género humano, hace bien a “todos los hombres,” sin parcialidad ni hipocresía, y está “lleno de misericordia y de buenas obras.”


10. La verdadera religión que posee el corazón recto y que produce la buena disposición hacia Dios y el prójimo, significa, además de santidad, felicidad; porque no sólo es “justicia,” sino “paz y gozo por el Espíritu Santo.” ¿Qué paz? “La paz de Dios” que sólo Dios puede dar y que el mundo no puede arrebatar; “la paz que sobrepuja todo entendimiento,” toda concepción puramente racional, puesto que es una sensación sobrenatural, una semejanza divina de las virtudes del siglo venidero que son enteramente desconocidas al hombre, por más sabio que éste sea en las cosas del mundo, y las que no puede conocer en su estado actual, porque se han de discernir espiritualmente. Es esta una paz que por completo destierra las dudas y las penosas incertidumbres; el Espíritu de Dios dando testimonio con el espíritu del cristiano de que es “hijo de Dios.” Destierra todo temor que atormenta el alma; temor de la ira de Dios, del infierno, del demonio, y de la muerte. El que tiene la paz de Dios desea, si fuere la voluntad de Dios, “partir y estar con Cristo.”


11. Juntamente con esta paz de Dios que reina en el alma, existe también el gozo en el Espíritu Santo, gozo que, bajo la divina influencia, se desarrolla en el corazón. El Espíritu es quien obra en nosotros ese goce tan lleno de calma y humildad con que el alma se regocija en Dios por medio de Jesucristo “por el cual hemos recibido ahora la reconciliación,” la reconciliación con Dios; lo que nos autoriza a confirmar la declaración del rey salmista: “Bienaventurado” (o más bien dicho: Dichoso; “aquel cuyas iniquidades son perdonadas, y borrados sus pecados.” El Espíritu inspira en el alma cristiana ese goce firme que resulta del testimonio del Espíritu de que es hijo de Dios y hace que se “alegre con gozo inefable” y en la esperanza de la gloria de Dios: esperanza tanto de ver la gloriosa imagen de Dios, que ya en parte ha visto, y le será plenamente revelada en El, como de obtener la corona de gloria que no se marchita y que le está reservada en los cielos.


12. A esta santidad y felicidad unidas, algunas veces las Sagradas Escrituras llaman “el reino de Dios” (lo mismo que nuestro Señor hace en las palabras del texto), y otras, “el reino de los cielos.” Se llama el “Reino de Dios,” porque es el fruto inmediato que resulta cuando Dios reina en el corazón. Tan pronto como, usando de su infinito poder, levanta su trono en nuestros corazones, éstos se llenan de “santidad, paz y gozo por el Espíritu Santo.” Se llama “el reino de los cielos” porque en cierto grado se abre el cielo en el alma. Todos los que gozan de esta experiencia, pueden confesar ante los ángeles y los hombres que:


“La vida eterna se ha ganado, Gloria en la tierra ha empezado;”


según todo el tenor de la Sagrada Palabra, que constantemente testifica al hecho de que Dios “nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo,” reinando en su corazón, “tiene la vida,” vida eterna (I Juan 5:12). Porque “esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado” (Juan 17:3). Los que han recibido este don, aunque estén en el horno encendido, pueden dirigirse a Dios con toda confianza, diciendo:


Defendidos por tu poder, Oh, Hijo de Dios, Jehová, Que en la forma de hombre Quisiste descender, Te adoramos. Incesantes aleluyas A ti sean ofrecidas; Como te serán rendidas Infinitas alabanzas Eternamente. Bendita Omnipotencia En el cielo te adoran, En la tierra te alaban, Porque tu presencia Es el cielo.


13. Este “reino de los cielos,” o “de Dios,” está cerca. Según el tenor con que estas palabras fueron expresadas en su principio, se refieren al “tiempo” que entonces se cumplió; habiéndose Dios “manifestado en la carne” y venido a establecer su reino entre los hombres, y a reinar en los corazones de su pueblo. ¿No se está cumpliendo el tiempo ahora? Porque: “He aquí,” dijo el Señor, “yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Dondequiera, pues, que el evangelio de Cristo se predica, su reino está cerca. No está lejos de ninguno de vosotros; podéis entrar ahora mismo si lo deseáis, y escuchar su voz que os dice: “Arrepentíos, y creed al Evangelio.”


II. 1. Este es pues el camino; andad por él. En primer lugar, “arrepentíos,” es decir: conoceos a vosotros mismos. Este es el primer arrepentimiento precursor de la fe, la convicción, el conocimiento de sí mismo. Despiértate, tú que duermes; acepta que eres pecador y qué clase de pecador eres. Mira y reconoce la corrupción de tu naturaleza interior que te ha llevado muy lejos de la santidad original; por medio de la cual la carne codicia contra el Espíritu, por medio de la mente carnal que es “enemistad contra Dios, porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede.” Sabe pues, que has corrompido todo tu poder y todas las facultades de tu alma; que eres completa corrupción en todas y cada una de dichas facultades, y que las bases de tu carácter están enteramente torcidas. Tu vista intelectual está tan obscurecida, que no puedes discernir a Dios ni las cosas que son de Dios. Nubes de error e ignorancia se aglomeran sobre tu cabeza y esparcen en torno tuyo la sombra de la muerte. Nada de lo que deberías saber, sabes todavía respecto de Dios, el mundo, o de ti mismo. Tu voluntad no es la voluntad de Dios, sino enteramente perversa y torcida; opuesta a todo lo bueno, a todo lo que Dios ama y dispuesta a hacer todo lo malo: todo lo que es abominable en la presencia de Dios. Tus afectos no tienen a Dios por objeto, sino que están diseminados y en desorden. Todas tus pasiones, tus deseos y tus odios; tus goces y tus sufrimientos; tus esperanzas y tus temores son exagerados e irracionales, y los fines a que aspiran, enteramente indignos; de manera que no hay nada limpio en tu alma, sino que “desde la planta del pie hasta la cabeza no hay cosa ilesa; sino herida, hinchazón, y podrida llaga.”


2. Tal es la corrupción de tu corazón, de tu naturaleza interior. Y ¿qué ramas pueden esperarse de raíz tan corrompida? De esto emana la incredulidad y el separarse del Dios viviente, hasta que los hombres llegan a decir: “¿Quién es el Todopoderoso para que le sirvamos y de qué nos aprovechará que oremos a él?” De aquí resulta esa independencia del alma que pretende ser tan absoluta como el mismo Dios; ese orgullo que se manifiesta de tantas maneras y que te impulsa a decir: “Alma, muchos bienes tienes almacenados para muchos años; repósate, come, bebe, huélgate.” De este manantial corrompido salen los arroyos amargos de la vanidad, la sed de alabanza, la ambición, la codicia, la lujuria, y la soberbia; de allí brotan la ira, la malicia, la venganza, envidia; los celos, las sospechas; de allí nacen todos los deseos malos y pecaminosos que ahora mismo te traspasan con muchos dolores y que, si no pones el remedio a buen tiempo, acabarán por sumergir tu alma en la perdición eterna.


3. ¿Qué frutos pueden esperarse de semejantes ramas? Solamente frutos amargos y malos. Del orgullo resulta la contienda, la alabanza de sí mismo, el buscar y recibir las adulaciones de los hombres, y robar a Dios esa gloria que sólo a El pertenece y que no se puede dar a otro. De la gula del cuerpo resultan la glotonería y la embriaguez; la lujuria y la sensualidad; la fornicación y los pecados de la carne; manchando de diversas maneras ese cuerpo que para ser templo del Espíritu Santo fue creado. De la incredulidad, toda palabra y obras malas. Pero faltaría tiempo para contar todas las faltas; todas las palabras ociosas que has hablado, provocando al Altísimo y contristando al Santo de Israel; todas las malas obras que has hecho, ya por tu maldad intrínseca, o ya porque no las hiciste para la gloria de Dios. Tus pecados actuales son muchos más de los que puedes contar; mucho más numerosos que los cabellos de tu cabeza. ¿Quién podrá contar la arena del mar, las gotas de la lluvia, o tus transgresiones?


4. Y ¿no sabes que “la paga del pecado es muerte,” muerte no sólo del cuerpo, sino eterna? “El alma que pecare, ésa morirá” ha dicho el Señor. Morirá con la segunda muerte. Esta es la sentencia; el sufrimiento de una muerte que nunca concluye, “porque vendrá como destrucción hecha por el Todopoderoso.” ¿No sabes que todo pecador está en peligro “del fuego del infierno,” o más literal y correctamente, “bajo sentencia del fuego del infierno,” ya sentenciado y en el camino del patíbulo? Tú mismo mereces la muerte eterna que es la justa recompensa de tus iniquidades y transgresiones. Muy justo sería si tu sentencia se ejecutara. ¿Comprendes esto? ¿Lo sientes? ¿Estás plenamente convencido de que mereces la ira de Dios y la condenación eterna? ¿Sería Dios injusto si ahora mismo mandase que la tierra se abriera y te tragase, si en este instante cayeses en el abismo y en el fuego que nunca se apagará? Si Dios te ha concedido un verdadero arrepentimiento, sin duda estarás persuadido de la verdad de todo esto, y que si no te ha arrebatado de sobre la faz de la tierra y aniquilado y consumido por completo, sólo se debe a lo infinito de su misericordia.


5. ¿Qué harás para poder aplacar la ira de Dios, para ofrecer satisfacción por todos tus pecados y evitar el castigo que tan justamente mereces? ¡Ay de ti que nada puedes hacer; absolutamente nada que satisfaga a Dios por una sola obra, palabra o mal pensamiento! Si desde este momento pudieras obrar bien en todas las cosas, si desde este instante hasta volver tu alma a Dios, rindieses por todo el resto de tu vida, una perfecta obediencia sin interrupción alguna, no podrías, ni en tal caso, satisfacer por lo pasado. El que no aumentases tu deuda no sería pagarla, permanecería lo mismo que siempre. Más aún; la obediencia en lo presente y en lo futuro de todos los hombres que habitan la tierra, y de todos los ángeles del cielo, no serviría de satisfacción a la justicia de Dios por un solo pecado. ¡Qué vana, pues, es la idea de querer ofrecer satisfacción con cualquiera cosa que pudieras hacer, por tus propios pecados! La redención de una sola alma cuesta más de lo que todo el género humano pudiera ofrecer en rescate; de manera que si no hubiera un remedio sobrenatural, el desgraciado pecador perecería irremisible y eternamente.


6. Pero supongamos por un momento que la obediencia perfecta pudiese ofrecer satisfacción por los pecados pasados, ¿de qué te serviría? No puedes practicar esa obediencia en un solo punto. Haz la prueba; empieza; sacude los pecados que tienes en ti mismo y líbrate de ellos. No puedes hacerlo. ¿Cómo, pues, podrás cambiar de vida y convertirte de malo en bueno? A la verdad que es imposible hacerlo, a no ser que primero cambie tu corazón; porque mientras el árbol sea malo, malos serán sus frutos. ¿Puedes convertir o cambiar tu corazón de malo que es, a la santidad, revivir tu alma que está muerta en pecados, muerta para con Dios y viva sólo para el mundo? Tan imposible es como resucitar a un cuerpo muerto, traerlo otra vez vivo del sepulcro donde yace. No puedes vivificar tu alma en lo mínimo, así como no puedes dar el menor aliento de vida a un cadáver; nada puedes hacer en este asunto, absolutamente nada; te encuentras imposibilitado en toda la extensión de la palabra. En tener la conciencia de esto: que estás lleno de pecado y de que nada puedes hacer para salvarte, consiste el arrepentimiento verdadero que es el precursor del reino de Dios.


7. Si a esta persuasión íntima de tus pecados interiores y exteriores, de tu completa culpabilidad y desvalimiento, añades sentimientos puros, como: tristeza en el corazón por haber despreciado la misericordia divina; remordimiento y condenación de ti mismo, teniendo vergüenza aun de levantar tus ojos al cielo; temor de la ira de Dios que aún sientes; de su maldición que pesa sobre tu cabeza; de la indignación divina, lista a consumir a los que se olvidan de Dios y no obedecen al Señor Jesús; deseos sinceros de escapar esa indignación; de ya no hacer nada malo y de aprender a practicar lo bueno; entonces te digo en el nombre del Señor: “No estás lejos del reino de Dios.” Un paso más y podrás entrar. Te has arrepentido; ahora “cree el evangelio.”


8. El Evangelio, es decir, las buenas nuevas para los pecadores condenados y desamparados, significa en el sentido más lato de la palabra, toda la revelación que Jesucristo ha hecho a los hombres; y algunas veces, la relación de lo que nuestro Señor Jesucristo hizo y sufrió cuando vivió entre los hombres. La sustancia del Evangelio es: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores;” o “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna;” o “Herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.”


9. Cree esto y el reino de Dios es tuyo. Por medio de la fe alcanzas el cumplimiento de la promesa. El perdona y absuelve a todos los que verdaderamente se arrepienten y creen su Evangelio. Tan pronto como el Señor hable a tu corazón y le diga: “Confía, hijo: tus pecados te son perdonados,” entrarás en el reino y tendrás “justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo.”


10. Cuídate de no engañar a tu alma respecto a la naturaleza de esta fe; que no consiste, como algunos vanamente se imaginan, en un asentimiento a las verdades contenidas en las Sagradas Escrituras, nuestros Artículos de Fe o toda la revelación en el Antiguo y Nuevo testamentos. Los demonios creen esto, lo mismo que tú; y sin embargo, continúan siendo diablos. La fe es una cosa muy superior a este asentimiento: es una perfecta confianza en la misericordia de Dios, y plena seguridad de obtener su perdón por medio de Jesucristo; es una persuasión divina de que “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados” pasados; y especialmente de que Dios me amó y se dio a sí mismo por mí; y de que yo, aun yo mismo, me he reconciliado con Dios por medio de la sangre derramada en la cruz.


11. ¿Crees esto? Entonces, la paz de Dios mora en tu corazón; la pesadumbre y el dolor huirán para siempre. Ya no dudas del amor de Dios, sino que es tan claro como la luz del día. Dirás en voz alta: “Alabaré tu nombre por tu misericordia y tu verdad: porque has hecho magnífico tu nombre, y tu dicho sobre todas las cosas.” Ya no tienes miedo del infierno, de la muerte, ni de aquel que en un tiempo tenía el poder de la muerte, el demonio; no tienes ya ese miedo penoso de Dios, sino sólo el temor tierno y filial de ofenderle. ¿Crees? Entonces, tu alma magnifica al Señor y tu espíritu se regocija en Dios tu Salvador. Te regocijas de haber obtenido la redención por medio de su sangre, aun la remisión de todos tus pecados. Te regocijas en ese “espíritu de adopción,” que clama en tu corazón “Abba, Padre.” Te regocijas en la esperanza perfecta de la inmortalidad, en proseguir “al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús;” en anticipar todas las bendiciones que Dios tiene preparadas para todos los que le aman.


12. ¿Crees? Entonces el amor de Dios se ha derramado en tu corazón, y lo amas porque El te amó primero; y como amas a Dios, amas también a tu prójimo y, estando lleno de “amor, paz y gozo,” tienes también “caridad, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza,” y todos los demás frutos del mismo Espíritu. En una palabra, animan tu corazón influencias santas, celestiales y divinas; porque mientras contemplas con cara descubierta, habiendo sido quitado el velo, “la gloria del Señor,” su amor glorioso y la imagen gloriosa en que has sido creado, tú mismo eres transformado de gloria es gloria, en la misma semejanza por el Espíritu del Señor.


13. Este arrepentimiento, esta fe, esta paz, este amor, gozo y cambio de “gloria en gloria” es lo que la sabiduría del mundo han calificado de necedad, entusiasmo y tontera. Pero tú, oh hombre de Dios, no hagas caso de esto. Sabes a quién has creído; no dejes que ninguno te prive de tus privilegios. Conserva con esmero lo que has alcanzado y continúa esforzándote hasta que alcances todas las promesas tan grandes y preciosas que te esperan. Y tú, que aún no conoces al Salvador, no te avergüences de buscarlo por lo que los hombres vanos y necios te digan. No hagas caso de lo que digan aquellos que critican sin saber. El Señor convertirá tu pesadumbre en gozo. No te desesperes, ten un poco de paciencia; antes de mucho, tus temores desaparecerán y el Señor te dará la tranquilidad de un espíritu recto. Cercano está el que justifica; ¿quién es el que nos condena? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por ti.


Refúgiate en los brazos de Aquel que es “el Cordero de Dios,” con todos tus pecados, sean cuales fueren, y, de esta manera, te será abundantemente administrada la entrada en “el reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.