El hombre de Dios en tiempos peligrosos
Cuál ha de ser el carácter de un hombre de Dios en nuestros días? Los nuestros son días difíciles y –aún más– peligrosos, por lo cual es preciso estar atentos a las admoniciones del Espíritu Santo, y velar. En este estudio se desarrollan siete características que ha de tener todo hombre de Dios en nuestros días: visión espiritual, una fe personal, consagración a Dios, sujeción a otros siervos de Dios, lealtad a la verdad, aceptación de la cruz sobre su alma, y discernimiento espiritual. Sólo si está convenientemente premunido de estos recursos espirituales podrá dar la buena batalla, y habiendo acabado todo, estar aún firme.
“Mas tú, oh hombre de Dios … pelea la buena batalla de la fe.” (1ª Timoteo 6:11-12). “… A fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” (2ª Timoteo 3:17).
Al examinar la historia de la fe, encontramos una galería de hombres fieles, que en su respectivo tiempo y circunstancias, sostuvieron el testimonio de Dios. Hombres que perfectamente podrían continuar la gloriosa lista de Hebreos capítulo 11. Para ellos está reservado, sin duda, un grande galardón en los cielos.
EL EJEMPLO DE PABLO
De todos los santos de esta era, es, sin duda, Pablo de Tarso quien ha estimulado más a las decenas de generaciones que han vivido desde sus días hasta hoy, a imitarlo. Su invitación: “Sed imitadores de mí” no ha caído en tierra (1ª Cor.11:1; Fil.3:17, 1ª Tes. 1:6).
De Pablo de Tarso podemos decir que es el más destacado de los cristianos de todas las épocas. Es el apóstol por excelencia. Su figura destaca nítida entre todas las demás. Su obra y sus enseñanzas son ejemplares e inspiradas por Dios, como todo lo que está en su Santa Palabra. El vivió en el siglo I de nuestra era, y su misión fue la más alta que le cupo a un siervo en la actual dispensación: dar a conocer el misterio que estuvo escondido en Dios desde los siglos y edades: que los gentiles son llamados a participar de las bendiciones de Dios, de la salvación en Cristo Jesús, “quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.” (Tito 2:14).
Es, pues, el misterio de Cristo y de la iglesia, el que Pablo tuvo que aclarar a todos. El vivió en tiempos en que el judaísmo, con toda la herencia de Moisés y los profetas, era, para los judíos, probadamente la religión verdadera. En este contexto, Pablo debió establecer claras diferencias entre el judaísmo y la doctrina de Cristo, y mostrar ésta no como un mero complemento de aquélla, sino como la nueva y definitiva revelación de Dios, no sólo para los judíos, sino para el mundo entero. En tal encrucijada, Pablo hubo de echar mano a toda la luz que de Dios había recibido, para proclamar y defender el verdadero evangelio, la salvación sólo por la fe de Jesucristo, la gracia como contrapuesta a las obras de la ley, la libertad del creyente en Cristo, y la absoluta disociación del cristianismo de todo lastre judaico.
En tal misión hallamos a Pablo enfrentando públicamente a Pedro en Antioquía, y luego escribiéndole con todo ahínco a las iglesias de Galacia: “Estoy perplejo en cuanto a vosotros” (4:20); “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad …?” (3:1). En tal misión lo tenemos en el Concilio de Jerusalén oponiéndose a los judaizantes legalistas, que querían poner pesadas cargas sobre los hombros de los discípulos. En tal misión lo tenemos enfrentándose a judíos (fariseos, saduceos, sacerdotes), griegos (epicúreos, estoicos) y romanos; ante gobernadores, reyes, y ante el propio emperador.
Vemos también a Pablo soportando la apostasía de algunos colaboradores (Himeneo, Fileto, Demas, Figelo, Hermógenes, Onesíforo, Alejandro el calderero), en tiempos peligrosos y de creciente deterioro. Lo vemos, finalmente, prisionero en Roma, solitario en su primera defensa, pero con la satisfacción de la misión cumplida, hasta su muerte poco después.
EL ORIGEN DE SU COMPETENCIA
¿De dónde provenía la fuerza, la competencia de este hombre de Dios? Evidentemente, no de su formación intelectual o religiosa. En la epístola a los Filipenses, Pablo abjura de su formación farisaica con palabras contundentes. En efecto, luego de enumerar allí los diversos antecedentes de su currículum en cuanto a la carne, dice: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo.” (3:3-8). Su anterior formación farisaica es, para él, “pérdida” y “basura”, al igual que todas las demás cosas de la carne. No es, por tanto, en su formación humana, sea intelectual o religiosa, en donde tenemos que buscar el origen de su competencia.
“No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.” (2ª Cor.3:5-6). No es por los años que pasó a los pies de Gamaliel aprendiendo la ley; no es por la excelencia de su linaje; no es por su formación en las letras griegas y romanas. Tales cosas proceden de “nosotros mismos” y, por tanto inútiles. “La letra mata, mas el espíritu vivifica”. Es la capacitación de Dios, y sólo ella. Son sólo Sus dones y recursos los que hacen la idoneidad de un hombre de Dios. Y la piedra angular de la competencia de Pablo es la revelación de Jesucristo: “Agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre … revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles.” (Gál.1:15-16). Es de esta revelación fundamental, y de la revelación de las verdades de Dios para su tiempo, de donde procede su competencia y utilidad para Dios. Lo que importa, en definitiva, es si se ha visto algo de parte de Dios o no. Es un asunto de visión, no de formación.
Pablo tuvo en el camino a Damasco un encuentro crucial, que alteró todas las prioridades de su vida; fue un encuentro que provocó una conversión total y desencadenó un servicio fecundo. “Me he aparecido a ti –le dice el Señor– para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquello en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz.” (Hechos 26:16-18).
De ahí en adelante, Pablo se sostuvo como viendo al Invisible; en medio de la mayor oposición, pero fiel a la verdad. El ahora duerme, pero sus obras siguen y nosotros aprendemos de él a permanecer firmes en este día, en medio de la oposición que nos rodea.
Pablo pudo decir, al concluir su vida: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. ” (2ª Tim.4:7). Pero, ¿qué diremos nosotros cuando nos hallemos en ese trance? Este es el día en que nosotros hemos de atender a estas cosas. ¿Cómo hemos de permanecer firmes, cómo hemos de ser fieles a Dios, si los tiempos en que vivimos son, al parecer, aún más difíciles que los de Pablo; si la fe es hoy más hostilizada por los incrédulos; si el amor se enfría por todos lados (no en manos de la persecución, sino en las de la autocomplacencia); si cada cual busca lo suyo propio y no lo que es de Cristo Jesús? ¿De dónde sacar los recursos espirituales para hacer frente a las acuciantes necesidades de este día? Aún más, ¿Cuál ha de ser el carácter del hombre de Dios en tiempos peligrosos como el nuestro?
Un hombre de Dios no es un ser fortuito, surgido al azar, e improvisado sobre la marcha. Un hombre de Dios es la conjunción de múltiples factores, todos los cuales, fundidos y amalgamados con mano maestra por el Divino Alfarero, pueden llegar a conformar un instrumento que sea útil y enteramente preparado para toda buena obra.
VISIÓN ESPIRITUAL
Un hombre de Dios ha de tener, pues, en primer lugar, visión espiritual. Nadie puede colaborar en la obra de Dios si no ha visto algo de parte de Dios. Humanamente hablando, nadie puede trabajar en una construcción, por ejemplo, si antes no ha tenido, al menos, algún conocimiento acerca de qué se construye, y de cuáles son las instrucciones para edificar bien. Evidentemente, un arquitecto tiene mayor visión y conocimiento que un carpintero o albañil; cada uno tiene el conocimiento que precisa para desempeñar bien su labor. Pero, –siguiendo con el ejemplo–, aunque el carpintero o el albañil precisen menos conocimiento según su trabajo particular, es necesario que posean también un conocimiento general acerca de la obra.
En nuestro caso, es fundamental tener un conocimiento espiritual producto de la revelación de Dios. Si se tiene este conocimiento firmemente establecido en el corazón, entonces habrá una obra eficaz y la firmeza necesaria para enfrentar las dificultades, de modo que cuando éstas surjan, se vean pequeñas ante la visión de la gloria del propósito de Dios y de la obra terminada. Teniendo el corazón puesto en la meta y el galardón, se puede sufrir hoy el oprobio. Teniendo ante sí la visión de la obra completa, poco importan las contradicciones. (Hebreos 12:1-3)
A Pablo le fue revelado el Hijo de Dios (Gál.1:16); y recibió, además, revelación acerca del propósito de Dios (2ª Tim.1:9) y acerca del papel que a él le cabía en ese propósito. (Efesios 3:8-9). Teniendo estas cosas claras, él podía servir. Y esto es así no sólo con Pablo: también lo es con cada uno que quiere servir. Seguramente en menor grado, de acuerdo a la medida de la fe y el área de servicio de cada uno, pero decididamente estas cosas tienen que estar presentes. La visión espiritual no puede faltar.
¿Conoces a Cristo de verdad? ¿Tienes conocimiento de cuál es el propósito eterno de Dios, de cuál es su propósito específico para esta generación, y de cómo tú puedes colaborar con él? Esto no es conocimiento mental, no es mera enseñanza doctrinal, sino que es algo profundamente espiritual.
Lo primero que ha de poseer, entonces, un hombre de Dios, es visión espiritual.
FE, EXPERIENCIA Y TESTIMONIO PERSONAL
Un hombre de Dios ha de poseer una fe propia, que le permita resistir en el día malo. Como aquel “árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace prosperará.” (Salmo 1:3), el hombre de Dios permanece fundado y firme en la fe (Col.1:23). Su característica fundamental no es el abundante follaje ni la regia estampa, sino la firmeza de su fe, por lo que puede permanecer firme aún en las pruebas más duras. El hombre de Dios no tiene una fe parásita, sino una fe personal, propia, producto de una visión personal. Su actuar no depende de la fe de otros, como tampoco depende de la incredulidad de otros. Aunque bien sabemos que en la casa de Dios se recibe y se da ayuda, con todo, la firmeza de un creyente se basa en una fe personal, producto de haber visto al Señor.
El hombre de Dios tiene una historia personal. Hay una carrera que él sabe que está corriendo. El puede reconocer claramente los hitos de esa carrera. Puede dar testimonio de las misericordias de Dios en cada una de esas etapas. El hombre de Dios puede decir, como Pablo: “Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia.” (Gál. 1:15). Y como David: “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre … No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas.” (Salmo 139:13, 15-16). De ahí en más, él puede reconocer la mano de Dios librándole, guardándole y guiándole como un padre libra, guarda y guía a su propio hijo.
¡Qué consuelo es, en el día de la prueba, en el día en que el cielo se nubla y las esperanzas flaquean, hacer memoria de las misericordias de Dios y enumerarlas una por una! Podrán las circunstancias dar en contra, y tratar de desmentir la realidad de Dios en nuestra vida, pero desde lo profundo de nuestro ser, y aún desde los registros de nuestra memoria, surge un testimonio inconfundible a favor de Dios, de su amor tantas veces probado, de su paciencia infinita, de sus incontables favores y misericordias disfrutadas día tras día. Sólo quien ha visto la mano de Dios siguiéndole paso a paso en el camino de la vida podrá resistir firme en el día malo, y, habiendo acabado todo, estar firme.
De esta fe personal, y de esta experiencia personal, surge necesariamente un testimonio personal. Hay una palabra que se tiene que decir a favor de Dios. Hay en el corazón y en la boca un río que busca fluir en alabanzas al Dios bendito, y que necesariamente fluye. Este testimonio tiene ahora el valor de lo visto, lo oído y aun de lo palpado.
Al igual que Juan, podemos decir: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida … lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos …” (1ª Juan 1:1,3). Lo mismo que Pedro podemos también decir: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.” (2ª Pedro 1:16-18).
Alguien puede aducir, tal vez, que el testimonio de Juan y de Pedro procedían de experiencias concretas, pero ¿acaso no es más firme aún el testimonio del Espíritu Santo en nuestro espíritu? ¿No es el Espíritu el que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios? ¡Es más seguro el testimonio del Espíritu, sin duda!. Pablo mismo lo atestigua diciendo: “Aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así.” (2ª Cor.5:16). Por eso, ¡qué firmes e incuestionables son las palabras que proceden de la experiencia espiritual de un hombre de Dios! ¡Qué firme es el testimonio de un hombre que ha visto y oído al Señor! Esto es lo que hace estable la fe, real la experiencia y firme su testimonio.
DE DIOS Y PARA DIOS
Consecuentemente con lo anterior, el hombre de Dios sabe que le pertenece a Dios y que existe para la gloria de Dios. Hay muchas cosas que hace, no porque le gusten a sí mismo, sino porque a Dios le agradan. Así también hay muchas cosas que nunca hará, porque sabe que a Dios no le agradan, y él quiere agradar a Dios. Esto desemboca en una necesaria consagración, en una comunión íntima, en un presentarse a Dios como sacrificio vivo cada día. El no sólo viene al Señor para ungirle los pies –cual María– sino también, al igual que ella en otro momento, para quedarse sentado a sus pies, en la más maravillosa contemplación de su gloriosa Persona, admirándole, y oyendo de su boca las palabras de verdad.
Él sabe lo que significa haber sido comprado por gran precio, el no ser ya más suyo, sino de Aquél que lo compró. El sabe que desde el día que ofreció su oreja junto a la puerta y su Amo se la horadó con la lesna, es su siervo para siempre, él y todo lo que tiene (Ex. 21: 2-6). El ha dicho: “Yo amo a mi Señor … no saldré libre.” ¡Qué benditas palabras! Bienaventurado es quien puede decirlas. El ya no quiere ser más libre, (¡libertad aparente y engañosa!), sino que quiere ser “de otro, del que resucitó de los muertos” (Rom.7:4), para una verdadera libertad.
Esto hace que un hombre de Dios sea insobornable y no intimidable. “Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo.” (Gál.1:10). Él conserva su independencia de los hombres, cuando su conciencia se ve amenazada por los que se oponen a la fe: “a los cuales ni por un momento accedimos a someternos, para que la verdad del evangelio permaneciera con vosotros” (Gál.2:5).
DELANTE DE DIOS Y DE LOS HOMBRES
“Y el joven Samuel iba creciendo, y era acepto delante de Dios y delante de los hombres.” (1ª Samuel 2:26). “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres.” (Lucas 2:52). “Jesús Nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo.” (Lucas 24:19). “Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres.” (Rom.14:18). “… procurando hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor sino también delante de los hombres.” (2ª Corintios 8:21).
Hay un gran peligro en querer caminar sólo delante de Dios, como también en querer caminar sólo delante de los hombres. Un equilibrio aquí es deseable.
Muchos de los que dicen caminar delante de Dios solamente y no delante de los hombres, supuestamente para agradar a Dios y no agradar a los hombres, siguen un camino individualista, de insujeción. Ellos tienen un gran concepto de sí mismos, y piensan que solos pueden dar las batallas de Dios y abrirse su propio camino. Aún más, ellos quieren hacerse un nombre, por lo que no aceptan el contrapeso que significa la presencia de otros hombres de Dios a su lado, sirviendo juntos. Esta expresión aparentemente tan espiritual de andar delante de Dios y no delante de los hombres, es muchas veces una excusa para seguir el camino del error, y para sembrar mortales herejías. Muchos falsos profetas que han salido por el mundo han tomado este camino.
El otro extremo es tan peligroso como el anterior. Si caminamos delante de los hombres y no delante de Dios, entonces somos hipócritas. Buscar agradar a los hombres sin tomar en cuenta a Dios es un pecado grave en un siervo de Dios. Quien toma por este camino, rápidamente será excluido de la carrera, o bien se transformará en un siervo de los hombres.
El hombres de Dios ha de andar delante de Dios y delante de los hombres.
La Escritura nos dice que el joven Samuel, conforme iba creciendo, era acepto delante de Dios y delante de los hombres. Si Dios acepta a una persona para que le sirva, el pueblo lo sabrá.
El Señor Jesús, siendo todavía un joven, crecía en gracia para con Dios y los hombres. ¿Por qué no delante de Dios solamente? Porque su ministerio lo desarrollaría en favor de los hombres y para los hombres. El amaba a los hombres y eso se demostraba en su divino carácter. El testimonio que dieron acerca de él los dos discípulos que iban a Emaús, aunque insuficiente en otro aspecto, concordaba plenamente con lo que del joven Jesús dice la Escritura, en cuanto a su caminar “delante de Dios y de todo el pueblo.”
Pablo, por su parte, dice que es perfectamente posible agradar a Dios y ser aprobado por los hombres. El se refiere específicamente a cómo uno debe conducirse ante los hermanos débiles en la fe para no ponerles tropiezo. Es necesario, entonces, considerar a los demás, para procurar su edificación. De esta manera, se agrada a Dios y se es aprobado por los hombres.
El mismo Pablo, cuando trata el asunto de la recolección de ofrendas, dice que hay que hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor, sino también delante de los hombres. Quien anda sinceramente delante de Dios, no tendrá inconveniente en ser examinado por los hombres, ni rehuirá el juicio de los demás; antes bien, buscará ser transparente en todo y ante todos.
Esta expresión de Pablo es perfectamente aplicable a todas las cosas que un hombre de Dios debe atender. Ahora bien, si en algún momento hay conflicto entre agradar a Dios y agradar a los hombres, como aconteció a Pedro ante el Concilio, sabemos cuál es la opción correcta. (Hechos 5:28-29). Pero, nótese que allí el conflicto se daba ante los incrédulos, no ante la iglesia. Normalmente en la iglesia nosotros conocemos la voluntad de Dios, porque ella tiene “la mente de Cristo”.
Nosotros hemos visto que el Señor ha puesto delante de nosotros el camino de la iglesia, y es aquí donde con mayor propiedad nosotros debemos andar delante de Dios y delante de los hombres. Sujetos a la Cabeza, pero también “concertados y unidos” a “todas las coyunturas que se ayudan mutuamente.” La iglesia regula nuestro caminar y nos salva de muchos peligros. Si andamos sólo delante de Dios, menospreciando el cuerpo, la iglesia lo sabrá; y si, por otro lado, estamos buscando agradar a los hombres y no a Dios, la iglesia también lo sabrá.
Así que, hace bien a todo siervo de Dios en este tiempo peligroso andar de esta manera, equilibradamente, delante de Dios y delante de los hombres.
LEAL A LA VERDAD
Los profetas antiguos tuvieron que pagar un alto precio por sostener la verdad de Dios en tiempos de apostasía. Isaías clama: “El derecho se retiró, y la justicia se puso lejos; porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir” (59:14). Jeremías, por su parte, dice: “Esta es la nación que no escuchó la voz de Jehová su Dios, ni admitió corrección; pereció la verdad, y de la boca de ellos fue cortada” (7:28), agregando más adelante: “Hicieron que su lengua lanzara mentira como un arco, y no se fortalecieron para la verdad en la tierra …” (9:3). La sangre justa de muchos de ellos fue el precio de la verdad (Mateo 23:35).
En este tiempo, también la verdad tropieza en cada plaza, y duerme debilitada en el corazón de los que debieran sostenerla. Ella no es popular, antes bien, es resistida. No obstante, y pese a eso, nosotros hemos de ser fieles a la verdad revelada y a la comisión que de Dios hemos recibido. Si otros hombres de Dios tienen otra encomienda, ellos son responsables de lo que han recibido, pero nosotros tendremos que dar cuenta de lo que nosotros hemos recibido. Si tenemos esta revelación, no la despreciemos, sino seamos fieles a la verdad.
“Compra la verdad y no la vendas”, dice el Espíritu Santo en Proverbios 23:23. Nosotros vivimos una época de consensos, de negociaciones. Una época en que están los dos extremos del mundo dándose la mano, como nunca antes imaginamos que podría llegar a ocurrir. Los principios más venerados por las generaciones pasadas, caen rendidos ante los intereses comerciales. Las ideologías de ultranza han cedido el paso al pragmatismo y al utilitarismo. Hay variadas formas de relativismo en todas las esferas de la vida contemporánea. Los principios y valores por los cuales en otras generaciones se ofrecieron muchas vidas humanas, ahora provocan, a lo más, una sonrisa en muchos labios.
La verdad se compra, pero no se vende. Hay que pagar un alto precio por ella. No pensemos que la verdad es gratis, como muchas cosas que se ofrecen hoy a precio de ganga. Hoy casi todo se puede comprar a precio de liquidación. La verdad, en cambio, posee un alto precio, y no se rebaja por nada. Quien la ha comprado –si es que de verdad ha podido dar el precio que ella tiene– de seguro que no procurará venderla. No hay liquidaciones de la verdad.
La verdad tiene, además, la cualidad de separar a los hombres, de dividirlos. Simeón dijo a María, la madre del Señor, estas proféticas palabras: “He aquí éste (el Señor) está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha …, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2:34-35). Esto significa que, por causa del Señor, unos iban a caer y otros iban a ser levantados. Los pensamientos ocultos de muchos corazones iban a ser puestos a la luz. Juan dice: “Hubo disensión entre la gente a causa de él” (7:43) y aún de los fariseos dice: “Y había disensión entre ellos.” (Juan 9:16). ¿Cuál es la causa de esta disensión? El Señor Jesús es la Verdad, y la verdad separa a los hombres. Los que hacen lo malo, rehúyen la verdad; los que practican la verdad, la aman y se gozan en su luz. El mismo Señor dijo: “¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo, No, sino disensión” (Lucas 12:51); “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada” (Mateo 10:34). No nos sorprendamos de que la verdad produzca ante nosotros estos efectos. Ante el Señor los produjo, ante Pablo también (Hechos 14:4), y es así ante todo aquel que la predica.
Con todo, la verdad es un imperativo para un hombre de Dios. Si la considera sólo como una opción entre otras varias, está perdido como atalaya. (Ezeq. 3:16-21). Por eso muchos de los hombres que fueron usados por Dios en otras épocas parecieron muchas veces rudos. (Ver 2ª Cor.11:6). Ellos denunciaron y atacaron el pecado. Hicieron directamente responsables a sus propias generaciones por los males de su época. Cuando blandían la Palabra de Dios no buscaban agradar a los hombres, sino derribar con ella todos los ídolos que se alzaban contra el testimonio de Dios. Hoy tenemos este imperativo tocando nuestro oído y nuestro corazón. Permita el Señor que lo obedezcamos.
ACEPTA LA CRUZ
Cuando se toca íntimamente el “yo”, entonces se revela lo que de verdad hay en el corazón del hombre. Dios encuentra muchas maneras de tocarnos en nuestro ser anímico, para ir quebrantando nuestras fortalezas, de modo que podamos llegar a ser instrumentos útiles a Dios. Como Dios no nos obliga a aceptar la operación de la
El hombre de Dios en tiempos peligrosos
El hombre de Dios en tiempos peligrosos
Cuál ha de ser el carácter de un hombre de Dios en nuestros días? Los nuestros son días difíciles y –aún más– peligrosos, por lo cual es preciso estar atentos a las admoniciones del Espíritu Santo, y velar. En este estudio se desarrollan siete características que ha de tener todo hombre de Dios en nuestros días: visión espiritual, una fe personal, consagración a Dios, sujeción a otros siervos de Dios, lealtad a la verdad, aceptación de la cruz sobre su alma, y discernimiento espiritual. Sólo si está convenientemente premunido de estos recursos espirituales podrá dar la buena batalla, y habiendo acabado todo, estar aún firme.
“Mas tú, oh hombre de Dios … pelea la buena batalla de la fe.” (1ª Timoteo 6:11-12). “… A fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” (2ª Timoteo 3:17).
Al examinar la historia de la fe, encontramos una galería de hombres fieles, que en su respectivo tiempo y circunstancias, sostuvieron el testimonio de Dios. Hombres que perfectamente podrían continuar la gloriosa lista de Hebreos capítulo 11. Para ellos está reservado, sin duda, un grande galardón en los cielos.
EL EJEMPLO DE PABLO
De todos los santos de esta era, es, sin duda, Pablo de Tarso quien ha estimulado más a las decenas de generaciones que han vivido desde sus días hasta hoy, a imitarlo. Su invitación: “Sed imitadores de mí” no ha caído en tierra (1ª Cor.11:1; Fil.3:17, 1ª Tes. 1:6).
De Pablo de Tarso podemos decir que es el más destacado de los cristianos de todas las épocas. Es el apóstol por excelencia. Su figura destaca nítida entre todas las demás. Su obra y sus enseñanzas son ejemplares e inspiradas por Dios, como todo lo que está en su Santa Palabra. El vivió en el siglo I de nuestra era, y su misión fue la más alta que le cupo a un siervo en la actual dispensación: dar a conocer el misterio que estuvo escondido en Dios desde los siglos y edades: que los gentiles son llamados a participar de las bendiciones de Dios, de la salvación en Cristo Jesús, “quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.” (Tito 2:14).
Es, pues, el misterio de Cristo y de la iglesia, el que Pablo tuvo que aclarar a todos. El vivió en tiempos en que el judaísmo, con toda la herencia de Moisés y los profetas, era, para los judíos, probadamente la religión verdadera. En este contexto, Pablo debió establecer claras diferencias entre el judaísmo y la doctrina de Cristo, y mostrar ésta no como un mero complemento de aquélla, sino como la nueva y definitiva revelación de Dios, no sólo para los judíos, sino para el mundo entero. En tal encrucijada, Pablo hubo de echar mano a toda la luz que de Dios había recibido, para proclamar y defender el verdadero evangelio, la salvación sólo por la fe de Jesucristo, la gracia como contrapuesta a las obras de la ley, la libertad del creyente en Cristo, y la absoluta disociación del cristianismo de todo lastre judaico.
En tal misión hallamos a Pablo enfrentando públicamente a Pedro en Antioquía, y luego escribiéndole con todo ahínco a las iglesias de Galacia: “Estoy perplejo en cuanto a vosotros” (4:20); “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad …?” (3:1). En tal misión lo tenemos en el Concilio de Jerusalén oponiéndose a los judaizantes legalistas, que querían poner pesadas cargas sobre los hombros de los discípulos. En tal misión lo tenemos enfrentándose a judíos (fariseos, saduceos, sacerdotes), griegos (epicúreos, estoicos) y romanos; ante gobernadores, reyes, y ante el propio emperador.
Vemos también a Pablo soportando la apostasía de algunos colaboradores (Himeneo, Fileto, Demas, Figelo, Hermógenes, Onesíforo, Alejandro el calderero), en tiempos peligrosos y de creciente deterioro. Lo vemos, finalmente, prisionero en Roma, solitario en su primera defensa, pero con la satisfacción de la misión cumplida, hasta su muerte poco después.
EL ORIGEN DE SU COMPETENCIA
¿De dónde provenía la fuerza, la competencia de este hombre de Dios? Evidentemente, no de su formación intelectual o religiosa. En la epístola a los Filipenses, Pablo abjura de su formación farisaica con palabras contundentes. En efecto, luego de enumerar allí los diversos antecedentes de su currículum en cuanto a la carne, dice: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo.” (3:3-8). Su anterior formación farisaica es, para él, “pérdida” y “basura”, al igual que todas las demás cosas de la carne. No es, por tanto, en su formación humana, sea intelectual o religiosa, en donde tenemos que buscar el origen de su competencia.
“No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.” (2ª Cor.3:5-6). No es por los años que pasó a los pies de Gamaliel aprendiendo la ley; no es por la excelencia de su linaje; no es por su formación en las letras griegas y romanas. Tales cosas proceden de “nosotros mismos” y, por tanto inútiles. “La letra mata, mas el espíritu vivifica”. Es la capacitación de Dios, y sólo ella. Son sólo Sus dones y recursos los que hacen la idoneidad de un hombre de Dios. Y la piedra angular de la competencia de Pablo es la revelación de Jesucristo: “Agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre … revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles.” (Gál.1:15-16). Es de esta revelación fundamental, y de la revelación de las verdades de Dios para su tiempo, de donde procede su competencia y utilidad para Dios. Lo que importa, en definitiva, es si se ha visto algo de parte de Dios o no. Es un asunto de visión, no de formación.
Pablo tuvo en el camino a Damasco un encuentro crucial, que alteró todas las prioridades de su vida; fue un encuentro que provocó una conversión total y desencadenó un servicio fecundo. “Me he aparecido a ti –le dice el Señor– para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquello en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz.” (Hechos 26:16-18).
De ahí en adelante, Pablo se sostuvo como viendo al Invisible; en medio de la mayor oposición, pero fiel a la verdad. El ahora duerme, pero sus obras siguen y nosotros aprendemos de él a permanecer firmes en este día, en medio de la oposición que nos rodea.
Pablo pudo decir, al concluir su vida: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. ” (2ª Tim.4:7). Pero, ¿qué diremos nosotros cuando nos hallemos en ese trance? Este es el día en que nosotros hemos de atender a estas cosas. ¿Cómo hemos de permanecer firmes, cómo hemos de ser fieles a Dios, si los tiempos en que vivimos son, al parecer, aún más difíciles que los de Pablo; si la fe es hoy más hostilizada por los incrédulos; si el amor se enfría por todos lados (no en manos de la persecución, sino en las de la autocomplacencia); si cada cual busca lo suyo propio y no lo que es de Cristo Jesús? ¿De dónde sacar los recursos espirituales para hacer frente a las acuciantes necesidades de este día? Aún más, ¿Cuál ha de ser el carácter del hombre de Dios en tiempos peligrosos como el nuestro?
Un hombre de Dios no es un ser fortuito, surgido al azar, e improvisado sobre la marcha. Un hombre de Dios es la conjunción de múltiples factores, todos los cuales, fundidos y amalgamados con mano maestra por el Divino Alfarero, pueden llegar a conformar un instrumento que sea útil y enteramente preparado para toda buena obra.
VISIÓN ESPIRITUAL
Un hombre de Dios ha de tener, pues, en primer lugar, visión espiritual. Nadie puede colaborar en la obra de Dios si no ha visto algo de parte de Dios. Humanamente hablando, nadie puede trabajar en una construcción, por ejemplo, si antes no ha tenido, al menos, algún conocimiento acerca de qué se construye, y de cuáles son las instrucciones para edificar bien. Evidentemente, un arquitecto tiene mayor visión y conocimiento que un carpintero o albañil; cada uno tiene el conocimiento que precisa para desempeñar bien su labor. Pero, –siguiendo con el ejemplo–, aunque el carpintero o el albañil precisen menos conocimiento según su trabajo particular, es necesario que posean también un conocimiento general acerca de la obra.
En nuestro caso, es fundamental tener un conocimiento espiritual producto de la revelación de Dios. Si se tiene este conocimiento firmemente establecido en el corazón, entonces habrá una obra eficaz y la firmeza necesaria para enfrentar las dificultades, de modo que cuando éstas surjan, se vean pequeñas ante la visión de la gloria del propósito de Dios y de la obra terminada. Teniendo el corazón puesto en la meta y el galardón, se puede sufrir hoy el oprobio. Teniendo ante sí la visión de la obra completa, poco importan las contradicciones. (Hebreos 12:1-3)
A Pablo le fue revelado el Hijo de Dios (Gál.1:16); y recibió, además, revelación acerca del propósito de Dios (2ª Tim.1:9) y acerca del papel que a él le cabía en ese propósito. (Efesios 3:8-9). Teniendo estas cosas claras, él podía servir. Y esto es así no sólo con Pablo: también lo es con cada uno que quiere servir. Seguramente en menor grado, de acuerdo a la medida de la fe y el área de servicio de cada uno, pero decididamente estas cosas tienen que estar presentes. La visión espiritual no puede faltar.
¿Conoces a Cristo de verdad? ¿Tienes conocimiento de cuál es el propósito eterno de Dios, de cuál es su propósito específico para esta generación, y de cómo tú puedes colaborar con él? Esto no es conocimiento mental, no es mera enseñanza doctrinal, sino que es algo profundamente espiritual.
Lo primero que ha de poseer, entonces, un hombre de Dios, es visión espiritual.
FE, EXPERIENCIA Y TESTIMONIO PERSONAL
Un hombre de Dios ha de poseer una fe propia, que le permita resistir en el día malo. Como aquel “árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace prosperará.” (Salmo 1:3), el hombre de Dios permanece fundado y firme en la fe (Col.1:23). Su característica fundamental no es el abundante follaje ni la regia estampa, sino la firmeza de su fe, por lo que puede permanecer firme aún en las pruebas más duras. El hombre de Dios no tiene una fe parásita, sino una fe personal, propia, producto de una visión personal. Su actuar no depende de la fe de otros, como tampoco depende de la incredulidad de otros. Aunque bien sabemos que en la casa de Dios se recibe y se da ayuda, con todo, la firmeza de un creyente se basa en una fe personal, producto de haber visto al Señor.
El hombre de Dios tiene una historia personal. Hay una carrera que él sabe que está corriendo. El puede reconocer claramente los hitos de esa carrera. Puede dar testimonio de las misericordias de Dios en cada una de esas etapas. El hombre de Dios puede decir, como Pablo: “Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia.” (Gál. 1:15). Y como David: “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre … No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas.” (Salmo 139:13, 15-16). De ahí en más, él puede reconocer la mano de Dios librándole, guardándole y guiándole como un padre libra, guarda y guía a su propio hijo.
¡Qué consuelo es, en el día de la prueba, en el día en que el cielo se nubla y las esperanzas flaquean, hacer memoria de las misericordias de Dios y enumerarlas una por una! Podrán las circunstancias dar en contra, y tratar de desmentir la realidad de Dios en nuestra vida, pero desde lo profundo de nuestro ser, y aún desde los registros de nuestra memoria, surge un testimonio inconfundible a favor de Dios, de su amor tantas veces probado, de su paciencia infinita, de sus incontables favores y misericordias disfrutadas día tras día. Sólo quien ha visto la mano de Dios siguiéndole paso a paso en el camino de la vida podrá resistir firme en el día malo, y, habiendo acabado todo, estar firme.
De esta fe personal, y de esta experiencia personal, surge necesariamente un testimonio personal. Hay una palabra que se tiene que decir a favor de Dios. Hay en el corazón y en la boca un río que busca fluir en alabanzas al Dios bendito, y que necesariamente fluye. Este testimonio tiene ahora el valor de lo visto, lo oído y aun de lo palpado.
Al igual que Juan, podemos decir: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida … lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos …” (1ª Juan 1:1,3). Lo mismo que Pedro podemos también decir: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.” (2ª Pedro 1:16-18).
Alguien puede aducir, tal vez, que el testimonio de Juan y de Pedro procedían de experiencias concretas, pero ¿acaso no es más firme aún el testimonio del Espíritu Santo en nuestro espíritu? ¿No es el Espíritu el que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios? ¡Es más seguro el testimonio del Espíritu, sin duda!. Pablo mismo lo atestigua diciendo: “Aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así.” (2ª Cor.5:16). Por eso, ¡qué firmes e incuestionables son las palabras que proceden de la experiencia espiritual de un hombre de Dios! ¡Qué firme es el testimonio de un hombre que ha visto y oído al Señor! Esto es lo que hace estable la fe, real la experiencia y firme su testimonio.
DE DIOS Y PARA DIOS
Consecuentemente con lo anterior, el hombre de Dios sabe que le pertenece a Dios y que existe para la gloria de Dios. Hay muchas cosas que hace, no porque le gusten a sí mismo, sino porque a Dios le agradan. Así también hay muchas cosas que nunca hará, porque sabe que a Dios no le agradan, y él quiere agradar a Dios. Esto desemboca en una necesaria consagración, en una comunión íntima, en un presentarse a Dios como sacrificio vivo cada día. El no sólo viene al Señor para ungirle los pies –cual María– sino también, al igual que ella en otro momento, para quedarse sentado a sus pies, en la más maravillosa contemplación de su gloriosa Persona, admirándole, y oyendo de su boca las palabras de verdad.
Él sabe lo que significa haber sido comprado por gran precio, el no ser ya más suyo, sino de Aquél que lo compró. El sabe que desde el día que ofreció su oreja junto a la puerta y su Amo se la honradó con la lesna, es su siervo para siempre, él y todo lo que tiene (Ex. 21: 2-6). El ha dicho: “Yo amo a mi Señor … no saldré libre.” ¡Qué benditas palabras! Bienaventurado es quien puede decirlas. El ya no quiere ser más libre, (¡libertad aparente y engañosa!), sino que quiere ser “de otro, del que resucitó de los muertos” (Rom.7:4), para una verdadera libertad.
Esto hace que un hombre de Dios sea insobornable y no intimidable. “Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo.” (Gál.1:10). Él conserva su independencia de los hombres, cuando su conciencia se ve amenazada por los que se oponen a la fe: “a los cuales ni por un momento accedimos a someternos, para que la verdad del evangelio permaneciera con vosotros” (Gál.2:5).
DELANTE DE DIOS Y DE LOS HOMBRES
“Y el joven Samuel iba creciendo, y era acepto delante de Dios y delante de los hombres.” (1ª Samuel 2:26). “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres.” (Lucas 2:52). “Jesús Nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo.” (Lucas 24:19). “Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres.” (Rom.14:18). “… procurando hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor sino también delante de los hombres.” (2ª Corintios 8:21).
Hay un gran peligro en querer caminar sólo delante de Dios, como también en querer caminar sólo delante de los hombres. Un equilibrio aquí es deseable.
Muchos de los que dicen caminar delante de Dios solamente y no delante de los hombres, supuestamente para agradar a Dios y no agradar a los hombres, siguen un camino individualista, de insujeción. Ellos tienen un gran concepto de sí mismos, y piensan que solos pueden dar las batallas de Dios y abrirse su propio camino. Aún más, ellos quieren hacerse un nombre, por lo que no aceptan el contrapeso que significa la presencia de otros hombres de Dios a su lado, sirviendo juntos. Esta expresión aparentemente tan espiritual de andar delante de Dios y no delante de los hombres, es muchas veces una excusa para seguir el camino del error, y para sembrar mortales herejías. Muchos falsos profetas que han salido por el mundo han tomado este camino.
El otro extremo es tan peligroso como el anterior. Si caminamos delante de los hombres y no delante de Dios, entonces somos hipócritas. Buscar agradar a los hombres sin tomar en cuenta a Dios es un pecado grave en un siervo de Dios. Quien toma por este camino, rápidamente será excluido de la carrera, o bien se transformará en un siervo de los hombres.
El hombres de Dios ha de andar delante de Dios y delante de los hombres.
La Escritura nos dice que el joven Samuel, conforme iba creciendo, era acepto delante de Dios y delante de los hombres. Si Dios acepta a una persona para que le sirva, el pueblo lo sabrá.
El Señor Jesús, siendo todavía un joven, crecía en gracia para con Dios y los hombres. ¿Por qué no delante de Dios solamente? Porque su ministerio lo desarrollaría en favor de los hombres y para los hombres. El amaba a los hombres y eso se demostraba en su divino carácter. El testimonio que dieron acerca de él los dos discípulos que iban a Emaús, aunque insuficiente en otro aspecto, concordaba plenamente con lo que del joven Jesús dice la Escritura, en cuanto a su caminar “delante de Dios y de todo el pueblo.”
Pablo, por su parte, dice que es perfectamente posible agradar a Dios y ser aprobado por los hombres. El se refiere específicamente a cómo uno debe conducirse ante los hermanos débiles en la fe para no ponerles tropiezo. Es necesario, entonces, considerar a los demás, para procurar su edificación. De esta manera, se agrada a Dios y se es aprobado por los hombres.
El mismo Pablo, cuando trata el asunto de la recolección de ofrendas, dice que hay que hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor, sino también delante de los hombres. Quien anda sinceramente delante de Dios, no tendrá inconveniente en ser examinado por los hombres, ni rehuirá el juicio de los demás; antes bien, buscará ser transparente en todo y ante todos.
Esta expresión de Pablo es perfectamente aplicable a todas las cosas que un hombre de Dios debe atender. Ahora bien, si en algún momento hay conflicto entre agradar a Dios y agradar a los hombres, como aconteció a Pedro ante el Concilio, sabemos cuál es la opción correcta. (Hechos 5:28-29). Pero, nótese que allí el conflicto se daba ante los incrédulos, no ante la iglesia. Normalmente en la iglesia nosotros conocemos la voluntad de Dios, porque ella tiene “la mente de Cristo”.
Nosotros hemos visto que el Señor ha puesto delante de nosotros el camino de la iglesia, y es aquí donde con mayor propiedad nosotros debemos andar delante de Dios y delante de los hombres. Sujetos a la Cabeza, pero también “concertados y unidos” a “todas las coyunturas que se ayudan mutuamente.” La iglesia regula nuestro caminar y nos salva de muchos peligros. Si andamos sólo delante de Dios, menospreciando el cuerpo, la iglesia lo sabrá; y si, por otro lado, estamos buscando agradar a los hombres y no a Dios, la iglesia también lo sabrá.
Así que, hace bien a todo siervo de Dios en este tiempo peligroso andar de esta manera, equilibradamente, delante de Dios y delante de los hombres.
LEAL A LA VERDAD
Los profetas antiguos tuvieron que pagar un alto precio por sostener la verdad de Dios en tiempos de apostasía. Isaías clama: “El derecho se retiró, y la justicia se puso lejos; porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir” (59:14). Jeremías, por su parte, dice: “Esta es la nación que no escuchó la voz de Jehová su Dios, ni admitió corrección; pereció la verdad, y de la boca de ellos fue cortada” (7:28), agregando más adelante: “Hicieron que su lengua lanzara mentira como un arco, y no se fortalecieron para la verdad en la tierra …” (9:3). La sangre justa de muchos de ellos fue el precio de la verdad (Mateo 23:35).
En este tiempo, también la verdad tropieza en cada plaza, y duerme debilitada en el corazón de los que debieran sostenerla. Ella no es popular, antes bien, es resistida. No obstante, y pese a eso, nosotros hemos de ser fieles a la verdad revelada y a la comisión que de Dios hemos recibido. Si otros hombres de Dios tienen otra encomienda, ellos son responsables de lo que han recibido, pero nosotros tendremos que dar cuenta de lo que nosotros hemos recibido. Si tenemos esta revelación, no la despreciemos, sino seamos fieles a la verdad.
“Compra la verdad y no la vendas”, dice el Espíritu Santo en Proverbios 23:23. Nosotros vivimos una época de consensos, de negociaciones. Una época en que están los dos extremos del mundo dándose la mano, como nunca antes imaginamos que podría llegar a ocurrir. Los principios más venerados por las generaciones pasadas, caen rendidos ante los intereses comerciales. Las ideologías de ultranza han cedido el paso al pragmatismo y al utilitarismo. Hay variadas formas de relativismo en todas las esferas de la vida contemporánea. Los principios y valores por los cuales en otras generaciones se ofrecieron muchas vidas humanas, ahora provocan, a lo más, una sonrisa en muchos labios.
La verdad se compra, pero no se vende. Hay que pagar un alto precio por ella. No pensemos que la verdad es gratis, como muchas cosas que se ofrecen hoy a precio de ganga. Hoy casi todo se puede comprar a precio de liquidación. La verdad, en cambio, posee un alto precio, y no se rebaja por nada. Quien la ha comprado –si es que de verdad ha podido dar el precio que ella tiene– de seguro que no procurará venderla. No hay liquidaciones de la verdad.
La verdad tiene, además, la cualidad de separar a los hombres, de dividirlos. Simeón dijo a María, la madre del Señor, estas proféticas palabras: “He aquí éste (el Señor) está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha …, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2:34-35). Esto significa que, por causa del Señor, unos iban a caer y otros iban a ser levantados. Los pensamientos ocultos de muchos corazones iban a ser puestos a la luz. Juan dice: “Hubo disensión entre la gente a causa de él” (7:43) y aún de los fariseos dice: “Y había disensión entre ellos.” (Juan 9:16). ¿Cuál es la causa de esta disensión? El Señor Jesús es la Verdad, y la verdad separa a los hombres. Los que hacen lo malo, rehúyen la verdad; los que practican la verdad, la aman y se gozan en su luz. El mismo Señor dijo: “¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo, No, sino disensión” (Lucas 12:51); “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada” (Mateo 10:34). No nos sorprendamos de que la verdad produzca ante nosotros estos efectos. Ante el Señor los produjo, ante Pablo también (Hechos 14:4), y es así ante todo aquel que la predica.
Con todo, la verdad es un imperativo para un hombre de Dios. Si la considera sólo como una opción entre otras varias, está perdido como atalaya. (Ezeq. 3:16-21). Por eso muchos de los hombres que fueron usados por Dios en otras épocas parecieron muchas veces rudos. (Ver 2ª Cor.11:6). Ellos denunciaron y atacaron el pecado. Hicieron directamente responsables a sus propias generaciones por los males de su época. Cuando blandían la Palab